Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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bien suceder que Francisco no anduviese descaminado al murmurar, sino vos al resistiros a escuchar.
--¿Yo no tener razón delante de Francisco? --exclamó Baisemeaux. --Duro me parece.
--Solamente en lo que atañe a la irregularidad del servicio en este caso concreto. Perdonad si os he mo-
lestado; pero he creído que debía haceros una observación que juro importante.
--Puede que tengáis razón, --masculló el gobernador. --Una orden del rey es sagrada. Pero repito que
las órdenes que llegan mientras estoy cenando, el diablo...
--Si vos hubieseis obrado así con el gran cardenal y la orden hubiese tenido alguna importancia...
--Si he hecho lo que he hecho ha sido para no molestar a un obispo, lo cual me disculpa.
--No olvidéis que he sido soldado, y que acostumbro ver consignas en todas partes.
--¿Conque queréis?
--Quiero que cumpláis con vuestro deber, amigo mío, a lo menos en presencia de ese soldado.
--Esto es matemático; --dijo Baisemeaux. Y volviéndose hacia Francisco, añadió: --Que suban la orden
del rey.
El soldado salió.
--¿Sabéis que es? --dijo el gobernador a Aramis: --pues algo por el estilo: “Cuidado con el fuego en las
inmediaciones del polvorín”; o bien “Vigilad a fulano, que no se fugue”. ¡Si supieseis cuántas veces me han
hecho despertar sobresaltado en lo mejor, en lo más profundo de mi sueño, para comunicarme una orden
llegada al galope, o más bien para entregarme un pliego en el que sólo me preguntaban si había novedad!
Se conoce que los que pierden el tiempo en escribir tales órdenes no han dormido nunca en la Bastilla que
de haber dormido, conocerían mejor el grueso de mis murallas, la vigilancia de mis oficiales, la multiplici-
dad de mis rondas. En fin ¡Qué haremos, monseñor! su oficio es escribir para molestarme cuando estoy
contento; para turbarme cuando estoy rebosando de satisfacción. --añadió Baisemeaux inclinándose ante
Aramis. --Dejémosles, pues, que cumplan su cometido.
--Y cumplid vos el vuestro, --propuso el obispo, cuya mirada, aunque risueña se imponía.
De regreso Francisco, Baisemeaux le tomó de las manos la orden del ministro, la abrió y la leyó con len-
titud, mientras Aramis hacía que bebía para observar a su anfitrión al través del cristal.
--¿No lo dije? --exclamó el gobernador.
--¿Qué es? --preguntó el obispo.
--Una orden de excarcelación. ¡Vaya una nueva para molestarnos!
--Buena es para el interesado, no lo negaréis.
--¡Y a las ocho de la noche!
--Eso es caridad.
--Bueno, sí admito que sea caridad; pero no para mí que me divierto, sino para el haragán que se aburre
en su calabozo, -- prorrumpió el gobernador exasperado.
--¿Acaso salís perjudicado con esa excarcelación? ¿El preso que os quitan es de los de cuantía?
--¡Psí! es un pobre diablo, un hambriento de los de a cinco libras.
--¿Me permitís si no hay indiscreción? --dijo Herblay. --Tomad, leed.
--La hoja ostenta en el margen la palabra “urgente”. ¿Lo habéis notado?
--¡Urgente!... ¡un hombre que está aquí hace diez años! ¿Y ahora les viene la prisa de soltarle, hoy, esta
noche misma, a las ocho?
Baisemeaux encogió los hombros con ademán de soberano desdén, tiró la orden encima de la mesa y la
emprendió de nuevo con los manjares.
--Tienen unos arranques, que ¡vaya! --repuso Baisemeaux con la boca llena; --a lo mejor prenden a un
hombre, lo alimentan por espacio de diez años, recomendando que sobre todo se ejerza sobre él la más es-
crupulosa vigilancia; y cuando uno se ha acostumbrado a mirar al detenido como a un hombre peligroso,
¡pam! sin saber por qué ni por qué no, le escriben a uno que lo suelte, y aprisa, sin perder segundo. ¿Y aún
diréis que no hay para qué encoger los hombros?
--Bien, sí; pero por más que uno chille, no cabe otro remedio que cumplir la orden.
--Poquito a poco, poquito a poco, ¿Os figuráis que soy un esclavo?
--¿Quién os dice tal? Todos conocemos vuestra independencia.
--A Dios gracias...
--Pero también todos conocemos vuestro compasivo corazón.
--Decídmelo a mí.
--Y vuestra obediencia a vuestros superiores. Cuando uno ha sido soldado, lo recuerda mientras vive,
¿no es verdad, Baisemeaux? --Por eso obedeceré estrictamente, y mañana en cuanto asome el día, el preso será puesto en libertad.
--¿Mañana?
--Al amanecer.
--¿Y por qué no esta noche, supuesto que la orden es urgente?
--Porque esta noche cenamos y también nos apremia a nosotros el tiempo.
--Mi querido Baisemeaux, por más que calce botas, soy sacerdote, y la


 

 
 

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